La ruta era larga y se abría camino entre las montañas. El
señor que conducía dijo:
—Dizque nos quieren sacar la tierra.
— ¿Quién patroncito? —preguntó el muchacho que venía en la parte trasera de la
camioneta.
Hacía casi dos horas que estaban viajando. Pero el hombre no le
respondió.
Esa mañana, en la capital, se lo habían presentado y él había aceptado el
trabajo sin hablar, con una sonrisa tibia. El hombre le había dado todas las
explicaciones con el afán de infundirle una confianza ciega que el muchacho
sentía que se quebraba ante el mínimo rayo de luz.
* Párrafo del texto extraído como resumen.
Figueiredo, G. (2011). La frontera. El toldo de Astier, 2 (3), pp. 70-73