La figura de Mijail Bakunin se distingue inmediatamente contra el fondo de acontecimientos y héroes revolucionarios del siglo pasado: personaje monumentalmente excéntrico, intoxicado por los ambientes románticos que frecuentó en su juventud, movido por apetitos vitales desmesurados, seducido por la sensualidad que es propia a la acción, arrebatado por la ebriedad que se experimenta en las conjuras y revueltas, su historia es también la de las persecuciones, expulsiones y encarcelamientos sufridos por los fundadores de la I Internacional. La personalidad “magnética” de Bakunin atrajo a sus filas a revolucionarios de los cuatro puntos cardinales de Europa, a los que arrastró al borde del vértigo, hacia el umbral en que una sociedad se rearticula tomando como modelo a sus antípodas. Era un hombre que sabía ganarse el corazón de su gente. También era infatigable: polemizaba con monarcas y reformistas de una punta a otra del continente, organizaba conspiraciones, fundaba grupos de afinidad, y aún le quedaba tiempo para mantener una correspondencia múltiple y para redactar panfletos y proclamas tan virulentos como certeros. El revolucionario ruso sólo se hallaba a gusto entre energías desatadas y entre gente decidida. Max Nettlau lo abarcó en una frase acertada: Bakunin se había transformado en una Internacional él mismo. Fernando Savater diría más tarde que fue el mayor espectáculo del siglo XIX. En efecto, su biografía fue legendaria mucho antes de su muerte.
* Párrafo del texto extraído como resumen.
Bakunin, M. (2010). Dios y el Estado. Buenos Aires: Libros de Anarres.