Los años de la adolescencia son los de la contestación a los padres, a la autoridad de los padres; los años del desagrado, del gran rechazo; los años en que uno descubre con claridad la imperfección de lo dado, el desarreglo de la progenie, de la filiación y del contexto. Mientras somos niños, al menos si tenemos una infancia normal, sin demasiados sobresaltos, confiamos en los padres porque de ellos nos vienen los cimientos. Sin embargo, cuando alcanzamos la pubertad, confirmamos una sospecha antigua ante la que habíamos querido estar ciegos: la de que tenemos unos padres muy imperfectos, nada modélicos, la de que nuestros padres carecen de omnipotencia. Frente a esta amarga revelación, todos hemos fantaseado alguna vez –y algunos crecen con esa engañosa convicción– con la posibilidad de una identidad equivocada, con un error antiguo por el que nos habrían confiado a personas que no eran nuestros auténticos progenitores. Lo corriente es que esta ficción o patología de la identidad –la novela familiar del neurótico, en palabras de Freud– sea temporal o incluso excepcional y que pronto abandonemos esta insanía; lo normal, en efecto, es que esta fantasía la descartemos de inmediato y, por tanto, que recobremos la cordura admitiendo que, para bien y para mal, ésos son nuestros padres.
* Párrafo del texto extraído como resumen.
Serna, J. (2006). Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida adolescente. Clío & Asociados, (9-10), pp. 71-83.