"="">La historia, sabemos, no es una sucesión de eventos
inconexos. De allí que la enseñanza de la historia, según suele afirmarse, no
puede limitarse a la mera exposición de una serie de datos que deben ser
memorizados. Ésta debería intentar hacer comprensibles las conexiones que ligan
a los diversos acontecimientos entre sí. En fin, lo que se espera del alumno es
no sólo que aprenda a razonar, sino que lo haga, además, de un modo particular,
a saber, a razonar “históricamente”. Es esto, en última instancia, lo que
justificaría la enseñanza de la historia. El aprendizaje de los hechos del
pasado se tornaría así relevante en la medida en que contribuiría no sólo a
proveer un bagaje de información sino también, y fundamentalmente, a expandir
nuestros horizontes presentes de pensamiento (arrancando, de este modo, a los
estudios históricos del reducto en que los recluye la pura voluntad de
anticuarios de los meros recolectores de datos). Cabe decir, pues, que así como
la enseñanza de la matemáticas, por citar un ejemplo clásico, toma su sentido de
una meta que trasciende la simple transmisión de conocimientos particulares
(introducir en los estudiantes el hábito del razonamiento lógico), también la
enseñanza de la historia encontraría su objeto último en el desarrollo de una
competencia específica: el “pensar históricamente”.
"="">
* Párrafo del
texto extraído como resumen."="">
"="">Palti, E. (2000). ¿Qué significa “enseñar a pensar históricamente”?.
Clío & Asociados, (5), pp. 27-42.