Si algo puede definir a la poesía es esta frase: “La luz que se empoza en las sombras”. La poesía no solo es la suprema expresión de aquella experiencia, casi siempre gratificantes y a veces dolorosa, de ablución (limpieza de la palabra y también de las emociones y hasta de la conciencia). Es, además, el parto de la luz. Esa luz que, terca, insobornable y hasta insolente, “se empoza en las sombras”, en las áreas grises y los bajos fondos del espíritu ennobleciéndolo todo. Grover González Gallarado lo sabe porque es poeta y no los comunica en este que es su segundo libro. El primero, llamado Manantial del espejo, traía una poesía con mucho de erotismo, con la piel desnuda casi perdida en la fricción. Ahora es, me atrevería a decir, menos carnosa, casi un sueño como naufragio escindido del silencio. Pero, eso sí, siempre vigorosa. Poesía que, a pesar de que habla de la sombra y de la noche que es una cicatriz que murmura la tormenta, se niega a convertir sus palabras en una apología de la oscuridad (como suele ocurrir con la buena poesía, con la poesía verdadera), se comporta como aquello que ya he mencionado al principio y que constituye uno de los más bellos versos de nuestro poeta. Esto es la poesía de Grover: diamante luminoso en medio del carbón. Léanla y me darán la razón. (Bernardo Rafael Álvarez)
* Párrafo del texto extraído como resumen.
González, G. (2016). El sueño de las sombras. Lima: Ediciones Vicio Perpetuo Vicio Perfecto
Páginas: 103