¿Cómo plantear una ética desde el punto de vista feminista a partir del hecho de que el feminismo es ante todo un movimiento político de liberación de la dominación de un sexo sobre el otro? La política percibe el enfrentamiento entre los géneros; la ética, por su parte, ofrece la posibilidad de que cada cual le dé «una figura singular a su pertenencia», a su pertenencia a un colectivo sexuado, entre otras. Una ética maniquea que contraponga los valores femeninos como el Bien a la violencia masculina como el Mal sería un mero exudado de la política. La ética sólo podría tener pertinencia en tal caso en el ámbito de las relaciones de las mujeres entre sí, como en la propuesta de Luce Irigaray, que la autora de este artículo critica desde sus supuestos básicos: las mujeres ni son, ni deben ser, individuos que acotan sus límites y marcan un espacio propio, sino que su ámbito sería lo in-finito, «siempre abierto», que uniría entre sí a las mujeres, lote ontológico compacto en el que no cabrían antagonismos. Ante una armonía preestablecida natural de tal índole, la autora se pregunta qué sentido tendría hablar de ética. Pues la idealización de la relación maternal esquiva la ambivalencia y el conflicto como componente ineludible de toda relación humana. Por ello, la ética debe regular las relaciones entre individuos, inter e intragenéricas, y por ello «atraviesa y transgrede las fronteras establecidas por lo político». Y no puede hacerlo sino dialógicamente, entendiéndose el diálogo como la negociación permanente, siempre precaria y que asume sus propias crisis, de los límites que constituyen la individuación. La ética representa así la oportunidad permanente que hay que dar a una cierta idea de la humanidad pese a los desmentidos de la experiencia. Y, en su modulación feminista, una ética de los límites sería la ética de «una habitación propia» de Virginia Woolf.
Collin, F. (1992). Borderline. Por una ética de los límites. Isegoría, (6), pp. 83-95