Escribió La Rochefoucauld: “nuestro amor propio sufre con más impaciencia la crítica de nuestros gustos que la de nuestras opiniones”. (Bourdieu: 1990). Efectivamente, nuestro amor propio está depositado en nuestras afinidades, porque estas nos desnudan ante los otros. Y más aún si hablamos de música. Lejos de la ingenua creencia de que la música es un lenguaje universal que hace de los hombres una sola condición, los gustos musicales siempre han estado enfrentados en una sorda lucha de agrupamientos parciales. Ciertamente, no todas las disputas derivan de la estratificación social. Podemos también aventurar que un oyente muy familiarizado con el repertorio folklórico, por ejemplo, tiene al menos algún vínculo personal con las provincias, y lo defenderá con fervor si se lo impugna o cuestiona. O que un oyente joven estará más próximo al rock y a la música pop que al tango o al jazz. En síntesis, tenemos aquí una verdad de perogrullo: el consumo cultural es un indicador importante de identidades sociales y culturales.
* Párrafo del texto extraído como resumen.
Pujol, S. (2007). Identidad, divino tesoro. Tram[p]as de la Comunicación y la Cultura, (52), pp. 14-20