Las ideas, tanto como los movimientos políticos que las transportan, experimentan momentos de cuarto creciente, de mediodía y de decadencia. El anarquismo no fue excepción a esta regla natural. Pero la caída desde una posición privilegiada –y los sindicatos anarquistas llegaron a ser poderosas correas de transmisión de las luchas populares– suele ser más penosa que la pérdida de una posición menor, y también causa de extravío ideológico y de un sinfín de erratas políticas. Hacia 1930, la disgregación en beneficio de otras fuerzas o el atrincheramiento inconducente eran las alternativas que les tocaron en suerte a los hombres y mujeres libertarios de la Argentina. Antes, los golpes encajados habían sido proporcionales al esplendor cultural y a la potencia organizada de tiempos previos: el desgaste acumulado tras centenares de huelgas, no importa si fallidas o victoriosas; el agotamiento de las energías individuales; el empobrecimiento intelectual y la ofuscación política de los capitostes del movimiento; la consunción de vidas valiosas luego de la Semana Trágica y de las grandes huelgas sucedidas en la Patagonia; y al fin las inevitables persecuciones y encarcelamientos luego del golpe de Estado del general Uriburu. Tal era la arriesgada condición de las agrupaciones ácratas cuando Horacio Badaraco, aún joven, reunió a varios de sus compañeros en la Alianza Obrera Spartacus con el fin de remozar las formas de resistencia y de lanzar amarras hacia simpatizantes no necesariamente enrolados en la Federación Obrera Regional Argentina (FORA). Eso ocurrió en 1934.
* Párrafo del texto extraído como resumen.
Benyo, J. (2005). La Alianza Obrera Spartacus. Buenos Aires: Libros de Anarres.