La percepción negativa que expresa la sociedad respecto del Estado resulta ciertamente comprensible si se piensa que el Estado se valora por lo que produce, por los problemas que resuelve y por los que evita que se produzcan, que de la direccionalidad que le imprime a sus intervenciones depende la calidad de vida de los ciudadanos. En tanto la realidad nacional demuestra la capacidad relativa de los Estados en sus diferentes jurisdicciones para atender el cúmulo de demandas que les exige la sociedad. Dado que la falta de respuesta o la insatisfacción de las mismas afecta la legitimidad de los gobiernos y pone en riesgo la gobernabilidad, la necesidad de la reforma no necesita ser fundamentada, sí en cambio exigida por aquéllas jurisdicciones poco comprometidas con ella. La experiencia enseña que para que la reforma sea viable necesita ser asumida como política de Estado, requiere por lo menos: asignación de recursos, líneas claras de acción, continuidad, coherencia, un diagnóstico claro de la respuesta posible de los actores que puedan verse afectados en sus diferentes intereses, y voluntad política de cambio. Anticipando el análisis dejamos sentado que si bien en principio la responsabilidad y el desafío lo tiene por delante la dirigencia política que se desempeña en el gobierno, también le compete a la sociedad en general, toda vez que un cambio de cultura social y organizacional pareciera fundamental.
* Párrafo del texto extraído como resumen.
Hoyos, M. (2007). Los desafíos de la reforma del Estado. Cuestiones de Sociología, (4), pp. 177-183.