La historia del español, puede decirse que empezó a gestarse con la llegada de los Escipiones a la Península Ibérica (218 a.C.), para, con el tiempo, y una vez conformada como tal, expandirse, con el nombre de ‘castellano’ primero y de ‘español’ después, por los cinco continentes. Lo que se aprecia en la Hispania de hoy es una gran variedad de maneras de hablar en lo que estimamos es una misma lengua. Este “sentimiento de unidad” obedece al hecho de que se trata, prácticamente, de un único sistema (o diasistema) lingüístico con una multiplicidad de normas (en sentido sociolingüístico), por aquello de que toda lengua es plurinormativa, sin dejar de ser ella misma. Así se da la diversidad dentro de la unidad. Distintas y numerosas son las causas de esta diversificación, la que para algunos encierra el germen de una fragmentación del español, tal como ocurrió en su tiempo con el latín; sin embargo, hasta ahora no se ve que ella atente contra la unidad del sistema, como se aprecia en el habla culta formal de todo el mundo hispánico. Pero, siendo el español, como toda lengua, un sistema en equilibrio inestable, está destinado a experimentar cambios profundos, aunque no inmediatos, y, en la “poshistoria”, hasta a desaparecer como tal lengua. Verdaderamente es un privilegio que nos contemos todavía entre los más de cuatrocientos millones de personas que pueden comunicarse en su propia lengua materna. Por esto, por nuestro propio bien, debemos velar –que es ‘vigilar’– por retardar lo más posible el comienzo de los procesos de desintegración.
Rabanales, A. (1998). Unidad y diversificación de la lengua española. Onomázein, nro. 3, pp. 133-142.